Hay un actor social insustituible a la hora de propiciar, conducir, regular o impedir que se produzcan los impactos y consecuencias sociales del cambio tecnológico en ciernes. Ese actor es el Estado. Su papel sería crucial para que el poder combinado de la industria y el establishment científico-tecnológico pudiera encauzarse en una dirección que aprovechara las ventajas de la innovación y evitara sus negativas consecuencias sobre el bienestar e interés general de la sociedad.
Sólo el Estado podrá evitar que su capacidad de intervención social se vea superada por la velocidad del cambio tecnológico, para lo cual debería conseguir que sus instituciones prevean la direccionalidad de esos cambios y adquieran las herramientas de gestión necesarias para adoptar a tiempo las políticas públicas e implementar las regulaciones que permitan controlar su ritmo y dirección.
Los gobiernos y organizaciones del sector público se encuentran en el epicentro de esta “tormenta perfecta” y deben replantearse qué significa gestionar en una era disruptiva. Y deben hacerlo, al mismo tiempo en que deben volver a ganar la confianza pública, que ha declinado casi en todas partes. En un contexto de arenas movedizas, las instituciones estatales tienen un papel crucial en prestar servicios a sus ciudadanos.