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Pascual Grisolía, creador de la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos

El 15 de octubre de 1947 debutaba la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos. En su 75° aniversario repasamos la vida y la obra de su mentor, Pascual Grisolía.

Lo recuerdan con un lápiz en la mano, siempre listo para escribir una partitura; con la música en los labios, silbando como un pájaro; o yendo de un lado a otro para conseguir instrumentos musicales. Música, siempre música.

También lo celebran por su maestría porque Pascual Grisolía fue, y es, una figura destacada de la música argentina y es por eso que la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos, que cumple 75 años de existencia, lleva su nombre.

Sus hijas son Juana, Aída, Olga y Ana. Opus 1, Opus 2, Opus 3 y Opus 4; como las llamaba Pascual, por orden “de creación”. Ellas y tres de las nietas del músico —Mariana, Virginia y Cecilia— son las que, desde el living de un departamento en Belgrano, cuentan quién fue el creador de la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos arriba y abajo del escenario.

Juana, Aída, Olga y Ana, las hijas de Pascual Grisolía
Juana, Aída, Olga y Ana, las hijas de Pascual Grisolía

Hijas y nietas lo definen como humilde, dedicado, exigente, severo, cariñoso, con mucho sentido del humor y familiero. Como un hombre con mucha energía, activo, pero con tiempo para la lectura y la reflexión, con un consejo siempre listo para quien lo requiriera.

Pascual Grisolía nació en Chivilcoy el 4 de febrero de 1904. Murió el 19 de agosto de 1983, en su casa de Buenos Aires. En 79 años fue parte de bandas y orquestas, se dedicó a componer y ejerció como docente. Fue subdirector y director adjunto de la Banda municipal de la ciudad de Buenos Aires; creó la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos y la dirigió hasta 1972.

En 1961, también fundó la Orquesta de Cámara de Chivilcoy. Además, obtuvo premios y distinciones por su labor. Uno de ellos fue el premio Consagración del Fondo Nacional de las Artes, en 1970.

Como músico, su primer trabajo fue tocando el piano en ciclos de cine mudo. Desde chico había estudiado solfeo con su padre, Pablo Grisolía y luego siguió con el piano, el instrumento que lo acompañaría toda su vida. A los 17 años se mudó a Buenos Aires para estudiar en el Conservatorio nacional “Carlos López Bouchardo”; luego perfeccionó sus conocimientos con Athos Palma, José Gil, José André y Vicente Scaramuzza.

—Tengo el recuerdo de ir a la casa de los abuelos los sábados a la tarde. Él estaba siempre con su bata, en pantuflas, con un lápiz y una goma en la mano. Se pasaba la tarde componiendo. Venía un rato con nosotros y cuando tenía una idea volvía al escritorio, tocaba algo, anotaba en la partitura, y volvía a la cocina con nosotros. Después iba de nuevo al escritorio y así— cuenta Virginia.

El escritorio de la casa de Villa del Parque tenía dos grandes bibliotecas llenas de libros de Pascual. Había tres sillones, un escritorio con una silla y por supuesto, un piano con un taburete y un óleo con una Obertura de Schubert. En ese escritorio Pascual pasaba mucho tiempo.

—Entrabas al escritorio y lo veías con una partitura grande haciendo la instrumentación para la Banda de Ciegos y después lo pasaban a braille—dice Ana.

—Pero también si te llamaba al escritorio era para una lavada de cabeza—cuenta Aída entre risas. Pascual las llamaba para retarlas por cualquier cosa que consideraba impropia, porque un día habían vuelto después de las diez de la noche o porque por ejemplo, una de sus hijas quería ir a tomar un helado con su novio el mismo día de su casamiento por civil.

—A veces una insistía, él decía que no y solo te miraba. Una no insistía más—recuerda Aída.

—Era muy amoroso con nosotras, pero también muy exigente. Por ejemplo, decía “nada de sentarse al piano para tocar unos valsecitos”. ¡Había que sentarse a tocar el piano cinco o seis horas por día!— agrega Olga. Pascual les enseñó música a sus cuatro hijas. A algunas, a tocar el piano. A todas les educó el oído.

—A Juana y a mí nos llevaba al Teatro Colón. A mis siete u ocho años me llevó a ver Debussy. Me acuerdo que estaba apoyada en la primera fila y me conté todas las butacas de la platea. De aburrida, claro. Pero con el tiempo me educó el oído. Por ejemplo, explicaba “ese instrumento entró a destiempo”— recuerda Aída.

—Si, nos educó el oído. Nos inculcó el amor por la música. Todo viene de papá— confirma Ana.

La Banda Sinfónica Nacional de Ciegos “Pascual Grisolía”
En 1939, Pascual Grisolía estaba en la Banda municipal de la ciudad de Buenos Aires y junto con el maestro José María Castro recibieron un pedido del presidente, Roberto Marcelino Ortiz, para crear una Banda Sinfónica con ciegos. A Castro no le interesó la idea, pero Grisolía enseguida inició una escuela de instrumentos de viento en el Patronato nacional de ciegos.

—Empezó con dos o tres instrumentistas, eran chicos chiquitos. A algunos incluso los tenía que subir a una silla para enseñarles a tocar un instrumento. Había uno que cuando hacía buena letra papá le compraba chocolatines— recuerda Aída.

La labor fue ardua, Grisolía hizo de todo. Además de enseñarles a tocar a los jóvenes que conformarían la banda, consiguió los instrumentos y compuso las piezas que luego mandó a pasar a braille.

Fueron ocho años de trabajo, muchos ensayos. El 15 de octubre de 1947 la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos brindó su concierto inaugural y se convirtió en pionera en el mundo.

—Cada uno de los músicos estudiaba las partituras de memoria y después se juntaban a ensayar. El método para dirigirlos lo había creado papá. Tenía un martillito como el de los rematadores. Entonces, según el golpecito era el instrumento que entraba. Tenía que haber mucho silencio porque sino ellos no escuchaban el golpecito—cuentan las hijas de Grisolía.

La Banda inició una gran actividad artística, cultural, social y pedagógica, a través de presentaciones en toda la Argentina. Logró, así, admiración y respeto en el mundo de la música y entre el público.

—Una vez los invitó Antonio Carrizo para tocar diez minutos en su programa de televisión y papá le dijo “discúlpeme, yo no llevo monitos para mostrar, llevo a una Banda’ porque diez minutos le parecía poco tiempo— cuentan sus hijas entre risas y lo pintan de cuerpo entero.

La Banda Sinfónica Nacional de Ciegos “Pascual Grisolía” es uno de los organismos musicales más prestigiosos de la Argentina. Por sus aportes a la vida social, cultural y musical en todo el territorio nacional, la Banda recibió el Gran Premio Camu de la UNESCO en 1997. Su labor fue declarada de interés cultural por la Honorable Cámara de Diputados de la Nación y por la Legislatura de la Ciudad autónoma de Buenos Aires. Obtuvo la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento, máxima distinción que otorga el Honorable Senado de la Nación Argentina. En 2013 recibió la Mención de Honor Melvin Jones, por su aporte a la comunidad y vocación de servicio, entregada por The International Association of Lions Clubs.

Actualmente la Banda está integrada por 55 músicos ciegos, ofrece un repertorio de más de 250 composiciones, en la que conviven obras universales consagradas, creaciones de autores argentinos, música popular y piezas originales para banda sinfónica.

En las últimas temporadas, la Banda contó con la participación especial de grandes artistas y concertistas nacionales e internacionales, y con directores invitados. Entre ellos, León Gieco, Juan Carlos Baglietto, Guillermo Fernández, el conjunto vocal Opus Cuatro, y figuras emergentes como Nahuel Pennisi.

También actuaron destacados solistas y concertistas de piano, guitarra, oboe, violonchelo, contrabajo y saxo; tanto de Argentina como de Francia, Cuba o España. Entre los directores invitados están Glenn Garrido (Venezuela/EEUU), Jooyong Ahn (Korea/EEUU), Francisco Javier Gutiérrez Juan (España), Jorge López Marín (Cuba) y Ricardo Vargas (Costa Rica).

—Estamos muy contentas de que la banda no haya perdido vigencia luego de 75 años—dicen orgullosas sus hijas.

El legado de Grisolía
Pascual Grisolía murió el viernes 19 de agosto de 1983, en su casa de Villa del Parque. Fue por muerte súbita, mientras comía. El reloj de pared de la casa también dejó de funcionar. En el estudio, sobre el piano, quedó una partitura en la que estaba trabajando.

Su hermana, Aída Grisolía de Domínguez escribió un poema por su partida:

*“(...) Artista y hombre en tí se confundían
eras músico nato y don del cielo,
como padre y hermano fuiste guía
y todo amor como hijo, esposo y abuelo.

Más de un amigo a tí te prefería,
pues te mostraste humilde en el anhelo,
pero pronto en tu alma descubría
la recóndita altura de su suelo

Porque en doble orfandad hay un desvelo
y lento se hace el curso de mis días
porque toda mi vida compartías
con tu muerte me ha herido el desconsuelo (...)”*

Sus hijas recuerdan el día de su muerte con lágrimas en los ojos, lamentan no haber podido despedirlo en vida, pero dicen haber sentido su presencia poco después.

—Volvió a despedirse, lo vi —cuenta Olga. Sus hermanas asienten. Y cuentan que años después, cuando falleció su madre, la ausencia otra vez se volvió presencia y se escuchó sonar el piano en su famoso escritorio, aunque no había nadie allí.

Aún hoy, a 39 años de su partida, sus hijas lo recuerdan con nostalgia. Al papá severo, cariñoso, familiero, silbando como un chingolo cuando una de sus hijas pasaba por la vereda, al papá cariñoso con su mujer, compartiendo mate, café, música y almuerzos los domingos, orgulloso de su familia.

—Él decía siempre que de volver a nacer se hubiera casado con la misma mujer y hubiera tenido las mismas hijas— dice Olga. Y Aída agrega:

—Sí, y también decía que la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos era su quinta hija.

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