Huellas de esperanza, objetivos comunes a la hora de ayudar
Interactúan, se acoplan y amalgaman. Humanos y perros, tras los muros, hacen equipo, enseñan y aprenden. Al tiempo, los canes se van a brindar vida a quien lo necesite y el círculo, así, vuelve a nacer.
Mujeres, hombres, niños y niñas con capacidades diferentes, perros adiestrados y personas privadas de su libertad se unen e interactúan con un objetivo común: mejorar su vida. Esa es la meta del programa “Huellas de Esperanza”, del Servicio Penitenciario Federal, a través del cual internos de cárceles federales se capacitan y entrenan perros de servicio que luego asisten a aquellos que lo necesiten.
Julio Cepeda, coordinador del proyecto, sostiene que “es una puerta abierta hacia las personas con discapacidad y una herramienta para la reinserción social de quienes están privados de la libertad”.
La idea nació hace veinte años cuando la monja estadounidense Pauline Quinn creó Prison Dog Project, una iniciativa que se expandió en distintos lugares del mundo y que, en 2010, llegó a la Argentina de la mano del Estado.
Cepeda afirmó que hasta la actualidad se entrenaron 15 perros -la mayoría de ellos de raza labrador- y participaron 79 reclusos de los penales de Ezeiza y José C. Paz.
En base a sus experiencias, entrenadoras extranjeras de la unidad 31 del penal de Ezeiza destacan la importancia de este programa a nivel personal, sumado al valor de hacer algo por otros. “Es una alegría para nosotras poder ayudar a otros entre tanta negatividad: me gustaría ser entrenadora cuando salga”, confesó una de las internas.
Otra, entusiasta, agregó: “Me ayudó mucho a relacionarme porque cuando llegué era muy cerrada y no hablaba con nadie. Cuando entregué a Adán me dolió, pero me emocionó mucho ver cómo el perro que entrené ayudaba a una nena a salir adelante”.
“Los internos son seleccionados y se realiza un seguimiento durante el año de entrenamiento. Los resultados son asombrosos: la tasa de reincidencia de los participantes es del 0,012 por ciento y hay un 0 por ciento de conflictividad. Además, ya en libertad, algunos estudian o se dedican a esta actividad”, aportó Cepeda.
Adán es el perro labrador que, desde hace un mes, acompaña a Milagros, una nena de 6 años que, producto de una encefalopatía, padece un retraso evolutivo y dificultades motrices. Su mamá, Patricia, cuenta que la familia entera vive de otra manera desde que Adán llegó a sus vidas.
“El médico nos había dicho que Mili podía andar sola, pero a ella le faltaba confianza. Ni bien llegó Adán, lo agarró y salió a caminar relajada, como si lo hubiera hecho siempre”, relata con emoción y resalta el trabajo de las internas entrenadoras y del personal del Servicio Penitenciario. “Me saco el sombrero por el equipo”, dice Patricia.
Matías, desde su silla de ruedas, juega y se traslada sonriente junto a su perro Tango. “Se enganchó enseguida. Tango le alcanza objetos, le prende la luz, le abre la puerta. Matías cambió su actitud hacia la vida. Está feliz”, asegura Lorena, la mamá del chico.
Dado el éxito del programa, señala Cepeda, la idea a futuro es replicarlo en todo el país e instrumentarlo con diversos grupos de reclusos.
“Para este año planificamos que internas transgénero entrenen a perros mestizos rescatados de refugios”, anticipa y, a modo de conclusión personal, propone: “Queremos que esto se difunda y llegue a la mayor cantidad de personas posible. A mí me cambió la vida: me da emoción y me alegra el alma, porque formar parte de esto te demuestra que se puede salir adelante”.