Narraciones situadas de la masculinidad
Introducción
El proyecto de «Los Histéricos» responde en parte al cuestionamiento crítico que se está planteando a escala global y local al sistema de dominación masculina impuesto históricamente en la cultura.
Como colectivo, tenemos la intención de reflexionar sobre los componentes que se han cruzado entre nosotres, para analizar las interfaces por las que atraviesan nuestras masculinidades en nuestra experiencia situada, tanto en lo histórico como en lo cultural. En mayor o menor medida, México comparte con el resto de Latinoamérica la característica de ser una sociedad machista, sexista, homo-lesbo-trans-fóbica, que ha arropado a la violencia de género, la discriminación y el odio.
A modo de caleidoscopio, proponemos observarnos desde diferentes espejos con la intención de articular las dimensiones personales y políticas derivadas del machismo, considerando la construcción de nuestras propias historias de vida y por medio de una narrativa personal, a fin de contribuir al desmantelamiento de las aberraciones provocadas por la pandemia del patriarcado. Este último creó la figura de las ‘histéricas’ para sustentar su crueldad. Ahora ‘Los Histéricos’ somos nosotres, quienes no sabemos qué hacer exactamente ante la caída de los paradigmas que han sustentado los ejercicios y prácticas de violencia, poder, competitividad y exclusión, pero sabemos de la urgencia y necesidad de incorporarnos a las estrategias encaminadas a enfrentar y erradicar dichas realidades.
En ese tenor, compartimos estos textos en primera persona, escritos por cada integrante de nuestro colectivo, y les invitamos a seguirnos narrando desde otras coordenadas.
Descargá y leé el tercer número: Masculinidades y discursos de odio
Nunca me sentí el típico varón
Por Aarón Hernández Farfán
Crecí dentro de una familia de clase media de la Ciudad de México, siendo el mayor de dos hermanos, ambos varones. Me percibía como un niño frágil y en desventaja: delgado y el de menor estatura en la escuela. Nunca me gustaron los deportes de contacto o violentos. Entre el soccer o el fútbol americano, elegí la gimnasia olímpica y otras actividades, como el teatro. Encima, siempre fui muy sensible, y me resultaba ‘fácil’ llorar, pero nunca fue cómodo. Ante otros varones, se me notaba diferente aunque no se me discriminaba por ello, o no abiertamente. Lo cierto es que nunca me sentí el típico varón.
Mi madre durante un tiempo fue testigo de Jehová, lo que generó un ambiente tenso y represivo en el hogar, haciendo de mí alguien profundamente tímido, especialmente frente a las mujeres; ellas siempre me gustaron, me enamoraba intensamente de compañeras, pero muchas veces sin expresarlo, pues sentía un gran temor frente a ellas. Esto cambió al elegir el teatro como mi profesión. Descubrí además que yo les resultaba atractivo a ellas, y durante una etapa de mi vida exploré mis capacidades de seducción, sucumbiendo a la tentación de sentirme un Don Juan. Durante un tiempo, pensé que eso me reivindicaba como varón, pero a la larga me causó un profundo vacío.
Por aquella misma época, sobreviví a un secuestro. Eran tiempos muy difíciles respecto al crimen en México… tras 9 días de cautiverio fui rescatado. Convertirme en mercancía cambió mi perspectiva: con los años renuncié a sostener al ‘Don Juan’, y consideré y cuestioné otras realidades profundamente violentas. Entre muchos factores, concluí que el machismo era uno de los fundamentos de la violencia, y algo que yo podía contribuir a cambiar. En ese sentido, ya conocía a Andrés como colega del teatro, él fue quien me invitó a sumarme a Los Histéricos y trabajar en equipo contra el machismo, encontrado en él, Daniel, Jorge y Alexis entrañables aliados.
No más cuotas
Por Andrés Carreño
Durante mi infancia fui reprimido, insultado y discriminado por tener expresiones de género consideradas femeninas. Los insultos, ya sabemos, eran: joto, maricón, mujercita, niña, y recuerdo perfectamente que en una clase de educación física el insulto fue florecita. Es decir, cualquier riesgo de cariño, empatía o dulzura era causal de burla y escarnio, porque nada de eso tenía que ver con ‘ser hombre’.
Mi ser femenino, mis expresiones de género, no me provocaban dolor físico ni mental —me generaban gozo, pero los insultos sí que dolían— mas me ponían en riesgo de ser agarrado a golpes en cualquier momento, y veía que le provocaban incomodidad a las personas adultas que me querían, así que pronto empecé a negociar conmigo y con el exterior. Debía compensar, pagar la cuota para ser validado como varón. Luego vino mi orientación sexual no heterosexual. Y entonces parecía que los insultos eran ciertos: ¿era un hombre o no?, ¿o qué era? Y de nuevo a negociar, a pagar la cuota. Entonces comienza la performatividad, la elección de vestimenta y comportamiento según el entorno en que me encuentre.
De pronto aparecen las ‘ventajas’ de modelar esa expresión de género masculina y hegemónica, pero también un cansancio absoluto por demostrar siempre que soy hombre: pagar la cuota es agobiante, cansado y exhaustivo.
Afortunadamente aparece en mi vida la teoría de género, y es un salvavidas, una herramienta que me ayuda a aceptarme, a cuestionarme, a mirar los costos de la masculinidad. Esos costos que pagan mi cuerpo, mis seres queridos, la naturaleza, mi entorno en general.
Falta mucho trabajo por hacer; todas las personas contribuimos a perpetuar los roles de género. Hay que cambiar las narrativas, hay que visibilizar las otras masculinidades, urge acabar con la violencia hacia las mujeres y hacia lo femenino. Eso no se puede postergar, vamos siglos atrás. Merecemos vivir más ligeros y transitar este camino de manera más amorosa.
«¡En esta familia no hay putos!»
Por Daniel Estrada Zúñiga
Recibí esa frase por parte de una tía una tarde de ‘convivencia familiar’ (¿?). Recuerdo que en mi infancia me daba mucho miedo decir que no me gustaban las niñas. Había una presión muy rigurosa, todos los días, por parte de las personas cercanas a mí, para reproducir una serie de normas y valoraciones para demostrarle a mi familia que era un ‘hombrecito’. Una exigencia que representaba, por un lado, no ser maricón y, por otro, personificar comportamientos ‘apropiados’ para hombres.
Considero que tuve una infancia privilegiada en términos de apoyo, cariño, educación, juego y esparcimiento. Empero, ante el impacto de la homofobia familiar, hubo un secreto: el permanente miedo al rechazo por el constante señalamiento de prejuicios a los homosexuales y gays.
En aquellos tiempos los papeles de género que el mundo exigía estaban muy bien representados en casa. No era el único excluido. El aporte de mamá en cuidados y trabajo doméstico no era valorado. Papá trabajaba mucho. Su ámbito fue el público. El de mamá el privado. Mi familia como muchas más en Guadalajara se desenvolvió a partir de la influencia de una construcción sociocultural de género, el biocapitalismo y el catolicismo, que han colocado, por medio del sexismo y la homofobia, a mujeres y homosexuales como inferiores ante la dominación heteronormativa de la masculinidad hegemónica.
Por eso, se insiste que, en el pensar crítico para lograr cambios en miras al reconocimiento y la visibilización de las diversas identidades masculinas, es indispensable cuestionar los eslabones del odio hacia la población LGBTIPQA+ desde los sistemas de opresión.
Me veo masculino, pero no ‘ejerzo’
Por Jorge Aldana-Ramírez
Me llamo Jorge Isaac—por costumbre—. Nací en 1982. Venir al mundo con pene y testículos implicó que a lo largo de los años se me hayan trasferido muchas ‘ventajas’ —como que nunca me preocupe porque me acosen sexualmente o me violen en la calle— y también que se me impusieran diversas expectativas en calidad de ‘hombre’—por ejemplo que fuera heterosexual y cumpliera los roles asociados con dicha condición—.
Asimismo, encarnar algunas de las concepciones típicas de la masculinidad involucró no solo ganancias y poder —como suelen pensar algunos varones entronizados por su machismo— sino también pérdidas. Para mí esto último ocurrió precisamente desde que fui parido y se me asignó un sexo: hombre. Escapar de esa invasiva etiqueta de la cisheteronormatividad ha sido una batalla desgastante y dolorosa. Como colación, a partir de que le revelé a mi padre y mi madre que me gustan/atraen los ‘hombres’ —no las mujeres, como él y ella creían—, perdí mucho de lo que me caracterizaba: calidez, alegría, ternura: en un parpadeo pasamos de la confianza, el cariño y la cercanía a los insultos, el rechazo y la violencia homofóbica. Eso ocurrió en 1999.
Veinte años más tarde volví a salir del closet, pero ahora como persona de género no binario. Luego de varios meses de introspección, reconocí que la denominación «hombre» no es útil para dar cuenta de mi persona. Hoy en día no me identifico como tal aunque mi expresión de género coincide con formas típicamente asociadas con hombres. Y puede que me vea ‘masculino’ y haya reminiscencias de masculinidad(es) en mi comportamiento, pero elijo y procuro no ‘ejercer’ tal condición a partir de los modelos hegemónicos centrados en violencia, sometimiento y crueldad.
Este ejercicio autocrítico permanente —que apuesta por cuidado, ternura y pacificación— no sería posible sin la invaluable participación de mi marido, Manuel, ni del camino que en ese afán comparto con Andrés, Alexis, Aarón y Daniel: Los Histéricos.
Desnarraciones
Por Alexis Hegon
Mi normalidad estuvo atravesada por la violencia. Como tantas, desde hace tanto. Los que ya sabían ‘ser hombre’ me enseñaron. Nos ponían a ‘jugar’ a mí y a los demás niños con guantes de box. Ellos dictaban las reglas. Nos enseñaban cómo golpear. «¡Ahora sin guantes!», dijeron un día. Y obedecimos. Burlas, gritos, retos. Nos provocaban para reaccionar con enojo y agresividad. «¡En la cara! ¡Azótalo contra el piso!». Era un juego, se decía. Empezábamos riendo y casi siempre terminábamos llorando. Un ojo morado, un labio partido, la nariz sangrando. Yo no quería lastimar a los demás niños, pero lo hice porque ‘debía’. Normal.
Un día encontraron a L, hermana de M, sin vida, con señales de violencia física y sexual. Normal. Todavía no existía el feminicidio.
Organizaban peleas ‘amistosas’ de box durante fiestas patronales del barrio. Participa cualquiera. Miembros de pandillas rivales se enfrentan y termina en pelea multitudinaria. Piedras y botellas volando. Varones con tubos, palos, navajas. Ensangrentados. Normal.
Aprendí la gramática de la masculinidad y la encarné. Reproduje el lenguaje verbal y el lenguaje corporal. Qué decir y cómo decirlo. Cómo sentarme y cómo pararme. Cómo moverme y cómo no moverme. Afirmarme como varón encarnando ‘lo hombre’ para esconder mi miedo a ser expulsado y devaluado al afuera femenino. Me sometí a las operaciones del poder y del estatus masculino con todo y su violencia normalizada. Obedecí el mandato a pesar del malestar y del dolor, físico y emocional. Obedecer para sostener esa estructura jerárquica aunque en ello se nos vaya la vida.
Pero es más que obediencia. Es también estructura y precariedad. Son también nuestras heridas emocionales, la falta de referentes y posibilidades de las cuales asirnos. Muchos varones con los que compartí esa normalidad están presos; otros, fallecidos por causas violentas. Hoy me narro para desnarrarme, con la esperanza de que logremos sanar y reconfigurar nuestras normalidades.
¿Hacia dónde vamos?
En el ejercicio y vivencia de las masculinidades, hacernos cargo de nuestras violencias implica también hacerlo de nuestros afectos. Es preciso trascender la culpa y la vergüenza, que nos empujan al autosilencio sobre las violencias cometidas, para construir nuevos códigos de interacción y corresponsabilidad. También, extender estas reflexiones para que cada hombre, en sus propios términos y experiencias, espacios y cotidianeidad, se sepa capaz de operar sin la violencia como eje de su comportamiento ni de su devenir. Para ello, es preciso persistir en la labor de desenmascarar condiciones de sufrimiento y vulnerabilidad que padecemos o generamos, y seguir cuestionando los mecanismos mediante los cuales individual y colectivamente construimos discursos, análisis y comunidad. Hacemos un llamado para establecer vínculos afectivos no convencionales, que rebasen la norma y los prejuicios, incluso con los seres y en los territorios más insospechados.