Presidencia de la Nación

La Muerte con Sangre entra


Por Alejandro Grimson

El texto que aquí se comparte fue publicado originalmente en Alejandro Grimson Y Karina Bidaseca (Coords.) “Hegemonía cultural y políticas de la diferencia”. Colección Grupos de trabajo. CLACSO. 278 páginas. 2013: p.65 – 77. Se reproduce parcialmente con la autorización del autor, ya que consideramos que su vigencia sigue intacta y sus aportes a la reflexión sobre las temáticas del Dossier son muy importantes.

Descargá y leé el primer número completo: ¿No hay racismo en Argentina?

Las políticas de la diversidad, tan bonitas y tan aguardadas por todos, presuponen políticas de tipificación de personas y poblaciones. Un elemento crucial es constituir la imaginación de las diferencias culturales como biodiversidades. Esto es, amputar la historicidad y el poder de la cuestión de la diferencia. En cambio, reconstruir analíticamente mecanismos de la maquinaria de las categorizaciones es condición para desestabilizarlas.

La naturalización civilizatoria del poder escolar permitió pensar que la letra con sangre entra. Y actuar en consecuencia. Hoy podemos constatar que esas tipificaciones, ya massmediatizadas, permiten que ingrese la muerte al universo de lo natural. En particular, el supuestamente inaceptable asesinato político, puede ingresar al terreno de lo tolerable e, incluso, de los celebrable, a través de esos procesos de categorización. Por otra parte, las fronteras entre tipos de personas jerárquicamente definidas como relevantes o prescindibles plantean la existencia de muertes inclasificables o que requieren ser analizadas en la propia frontera de distintas tipologías.

“Pieles rojas” es una expresión extraña. ¿Por qué no hay pieles blancas? Sabemos que realmente no hay seres negros o amarillos. La humana fábrica de colores ha sido muy imaginativa. Pero ¿por qué sólo en aquellos indios se hablaba de la piel?

Hace muchos años, un cacique indígena fue a Brasilia a negociar la entrega de tierras. Tuvo que pasar la noche a la intemperie y un grupo de jóvenes que regresaba de una fiesta le arrojó combustible y lo quemó vivo. Cuando fueron apresados, los jóvenes intentaron justificarse: “creímos que era un mendigo”. Es decir, dijeron que habían realizado el acto criminal por desconocer que se trataba de un indígena y de un cacique. En Brasil, la sangre indígena es parte central del imaginario nacional. Ellos no hubieran quemado a un ancestro.

También lo es, claro está, la sangre mulata, mezclada, la que encarna la mitología –por otra parte, muy cierta– de las relaciones intensas, carnales, en las fazendas entre la casa grande y la senzala. Mulato es otro término sorprendente: vuelve a postular la pretensión descriptiva sobre un contenido sanguíneo determinado, cuando es una categorización cultural de un hecho ambiguo.

Imaginemos un país repleto de mulatos donde no existe el término mulato. Ese país existe hace más de dos siglos: se lo llama Estados Unidos de América. En el siglo XIX hubo numerosos casos judiciales vinculados a la sangre: el hijo del dueño de esclavos con una esclava, ¿merece heredar las propiedades de su progenitor? La respuesta fue clara y contundente: de ninguna manera, puesto que al tener “una sola gota de sangre negra” la persona es necesariamente negra. La “gota de sangre” es una expresión vigente hoy en Estados Unidos y puede verse en que ellos consideran que tienen un presidente negro, aunque para los brasileños sería sin dudas un mulato. Pero allá no hay mulatos, así que no podría serlo.

La sangre, claro está, establece filiación, permite distinguir, por ejemplo, en el caso argentino, niños adoptados de hijos apropiados. En la sangre hay una verdad irreductible. Al mismo tiempo, la lengua, los dioses, los animales prohibidos, las pertenencias, la educación, la moral, no se transmiten en la sangre. Hay otras verdades, irreductibles a la sangre. Pero rojo/negro/blanco/amarillo son hechos no sanguíneos cuya peculiaridad es hacer como si fueran sanguíneos. Las personas son amarillas, no es que nosotros las veamos o las nombremos de ese modo. Un truquito. Pero de una potencia política imposible de exagerar. También las sangres pueden proyectarse y diseñarse para construir la nación. Los proyectos de blanqueamiento o de mestizaje, las soluciones finales, las limpiezas étnicas, los debates latinoamericanos sobre lo positivo o negativo de la miscigenación racial: la sangre imaginada como garantía de todas las herencias futuras, de todas las condiciones humanas. O sea, los colores de piel, los rasgos corporales implicados en la sangre como arena decisiva de luchas políticas.

Benetton parece un avance frente al nazismo. Por cierto, nada hay de sanguinario en imágenes tan estilizadas. Mientras tanto, no es idéntica la cantidad de muertos en un terremoto en el país de la primera independencia negra que en otros. Katrina arrasa New Orleans, África continúa su desarrollo pujante. Mejor no preguntar por la coincidencia entre niveles de vida y colores de piel en el mundo del siglo XXI. Esta- dísticamente es muy poderosa. También el valor de la vida humana es asombrosamente desigual entre los pigmentos.

En la Argentina, tenemos nuestras propias maquinaciones sanguíneas. País soñado, deseado, diseñado como blanco. Un enclave austral de la península atlántica de Asia. Poblar el desierto: un país de inmigración para transplantar a estas tierras la civilización. Sobre la barbarie –se indicaría hoy– arrojar suficiente glifosato. Después, sobre tierra arrasada, transfusión de una hemorragia planificada.

Argentino significaba porteño, porteño se consolidaba como blanco. El resto, si lo había, sólo podía ser civilizado o aniquilado. Ningún proyecto de miscigenación. Nada de mezclar sangres. Nuestro crisol de razas es de unas inventadas por nosotros: la raza polaca, española, italiana y tantas otras, siempre de la península asiática.

No eran imposibles las pieles mestizas en la elite; lo que era imposible –en Argentina– es que se vieran como mestizas. Al ingresar a los círculos, al colocarse las vestimentas adecuadas, se blanqueaban. No todos los blancos eran blancos, pero es así como funciona: las sangres son materiales sobre los cuales la historia, los conflictos, la política fabrica significaciones, clasificaciones y poderes. Allí lo cultural domina por sobre lo biológico. Un mezclado puede ser un puro. Los ciudadanos no tienen por qué ser buenos biólogos: ven desde matrices perceptivas, como les han enseñado a mirar. No se ven los rasgos mezclados en algunos presidentes, en algunos miembros de la élite. Porque “blanco” no es una noción biológica. Es más sencillo: es uno de los nuestros o es uno de ellos.

En esas tierras australes menos aún lo es el término “negro”, condensación paradójicamente tanto de las polisemias como de las clausuras semióticas. Para horror de los hablantes de lenguas donde “negro” sólo puede ser estigma, en Argentina es invocado también como categoría de afectividad. Desde cómo andás, negro hasta la “Negra Sosa” (el modo habitual para referirse a Mercedes Sosa en la Argentina) hay una serie de usos que, en el país que se proclama “sin negros”, producen un efecto de cercanía. Tenemos tanto afecto por los negros que, en su ausencia, nos decimos así los unos a los otros, blanquitos todos.

Esto convive con otra serie, la más conocida y discutida, vinculada al racismo constitutivo de la bombonera de “los cabecitas negras”. Los cabecitas: ¿Masculino o femenino?

Negro de mierda, negro de alma, negrada: postulaciones de que algo se porta en la sangre incluso si las pieles no son negras. El alma está en la cabeza, la cabeza en el cabello, el cabello en la condición social.

Un dato etnográfico: el 29 de abril de 2011 iba yo hacia el centro de Buenos Aires a trabajar, mientras se iniciaba el acto de la Confederación General del Trabajo (CGT) por el 1° de Mayo. Podía escucharse entre quienes llegaban en transporte público desde el norte y el oeste: “a estos negros de mierda hay que matarlos a todos”. Poco han cambiado las cosas con el tiempo. Bajos efectos en las profundidades del diálogo y de las relaciones sociales de lo políticamente correcto. Quienes fantaseaban con la aniquilación, con lo bonito que sería este país si no tuviéramos que aguantarlos, iban convencidos de que esos cuerpos habitaban la Avenida 9 de Julio por un choripán. Es fácil constatar que muchos de los sindicatos que estaban allí reúnen afiliados que hoy tienen ingresos mayores que muchos de sus detractores. ¿Podría haber negros con más dinero que los blancos? Es absolutamente posible.

Es más, ha habido y hay casos obvios. Mayor distribución de ingresos no garantiza mejor distribución de capitales simbólicos. Los nombres de la sangre tienen el poder de trascender la capacidad de consumo. Ahora, es más fácil que salarios cercanos a las cinco cifras acerquen a esas personas a un palco cegetista que cualquier motivo choripanizado. Pero es más sencillo trivializar, volviendo al mito del asado con parquet, al inmerecido y malgastado regalo estatal, que politizar el antagonismo.

Sin embargo, los sanguíneamente nominados constituyen universos mutuamente incomprensibles, cuyas lógicas y motivaciones resultan de una ajenidad que ni siquiera se reconoce. Así fue en in- numerables episodios del pasado y la sangre parece perpetuar entre generaciones la herencia de un hiato de significación. El hiato no es ácido nucleico, es un significante sedimentado.

Nuestros negros, los cabeza, los de alma, no vinieron de África. Hay otros sí, afro o mulatos, muy invisibilizados también. Y hay otros afro, más nuevos por aquí, recorriendo y reconociendo las calles de nuestras ciudades o las arenas de nuestras playas. Cuando el ojo entrenado en esta historia se posa en esos cuerpos, “negro” adquiere otro sentido.

O “negra”, término cargado de fantasías eróticas en los imaginarios raciales locales. Muy lejos del carácter inferior que presupone el racismo más común, otras densidades semióticas brotan de los cuerpos negros-afro a los ojos de los varones argentinos. Desde una sensualidad desconocida y mágica, con voluptuosidades que incorporan otros movimientos, hasta la esclavitud sexualizada del sometimiento absoluto, unos y otros estereotipos impregan la visualización de las mujeres afro.

Ahora, los otros negros, los de pelo negro, los pobres, incluso si ganan sueldos altos, los trabajadores, los que no caminan por Las Cañitas o Palermo Soho,4 tienen otras ascendencias, casi siempre mezcladas, que algunos quisieron, pero nunca pudieron extirpar. El hiato de significación entre esos mundos es una frontera de la conmensurabilidad que constituye a la Argentina como país escindido.

Hace ya muchos años, Norbert Elías publicó uno de sus libros más desconocidos, originalmente titulado The Established and the Outsiders. En su posfacio a la edición alemana, Elias analizó la novela Who Kill the Mocking Bird? de la escritora estadounidense Harper Lee. En la ciudad de Maycomb, Alabama, un joven afroamericano era acusado de intento de acercamiento sexual a una joven blanca, cuando en los hechos había sucedido lo opuesto. El joven inocente fue muerto por disparos cuando supuestamente intentó huir después de ser condenado. Elías se preguntaba cómo un grupo de personas, en una sociedad moderna y democrática, puede convivir con la muerte de un inocente. Para quienes condenaron a este joven, la sola sospecha de que un hombre negro pudiera tener relaciones, con o sin consentimiento, con una mujer blanca, era suficiente para considerarlo culpable. Culpable de colocar bajo amenaza el último de los privilegios de los hombres blancos en esa región del planeta: el monopolio del acceso a las mujeres blancas. Desde el punto de vista de los blancos, renunciar a ese privilegio colocaba en crisis cualquier otro elemento de diferenciación.

Entre los jueces y el enjuiciado ya no existían las diferencias económicas de antes. Pero ese hecho reforzaba la necesidad de trabajar sobre el orgullo blanco. Este punto, en realidad, es más ampliamente trabajado en la extraordinaria introducción a aquel libro, donde Elías postula que la desigualdad entre los seres humanos nunca puede ser adjudicada a la posesión monopólica de bienes no humanos, como los medios de producción o los medios de coerción. Por ello mismo, el libro en su conjunto analiza una pequeña ciudad inglesa en la cual hay dos grupos humanos, los establecidos y los outsiders, entre los cuales no existen diferencias de nacionalidad, raza o clase. Sólo hay una diferencia en que unos son moradores más antiguos y los otros más nuevos de la ciudad. Pero esa diferencia deviene una distinción política, en el sentido de que los más antiguos, al estar más cohesionados, tienen una capacidad de producir clasificaciones para garantizarse a sí mismos el monopolio de las instituciones sociales y políticas de la localidad. Al excluir a los otros y estigmatizarlos, se concentran entre los outsiders todos los procesos característicos de lo que la sociología llamaba la “anomia social”: violencia, delito, fracaso escolar, alcoholismo.

En otras palabras, Elías muestra que no existen sociedades sin desigualdad y que el origen de la misma no debe buscarse en motivos objetivos, como el origen racial, étnico o de clase. Deben buscarse en los modos peculiares en que se estructuran las interrelaciones sociales en procesos históricos. Así tenemos una teoría política (micro y macro- política) sobre la desigualdad social.

Es decir, los imaginarios sociales y las clasificaciones que los seres humanos hacen de los grupos que forman sus sociedades no son el reflejo de un lugar otro (la base económica, los tipos biológicos o lo que fuera). Son ellos mismos el resultado y la fábrica de excedentes de poder que tienden a estructurar las relaciones sociales hasta el punto de que sólo podamos ver posteriormente a esas tipificaciones como si fueran una realidad exterior a nosotros mismos.

Por ello, podremos ver a un mulato como si fuese negro, a un mestizo como si fuese blanco o cabecita, y podremos blanquear, indigenizar y ennegrecer en función de cómo se hayan configurado nuestras categorías de percepción. Stuart Hall narró cómo percibió que era negro en sus interacciones inglesas y cómo entristeció el relato a su familia jamaiquina, espacio cultural en el cual el término tenía otras connotaciones. Al transitar entre configuraciones culturales se viaja entre modos contrastantes de tipificación y se descubre la contingencia de todas las clasificaciones que nos resultan en sí mismas tan evidentes.

II.

La Argentina es un país extraño: las muertes políticas producen crisis institucionales. Esto nada tiene que ver con una esencia, sino con una historia. Habiendo sido un país con intensa violencia política y con uno de los dispositivos más brutales de terrorismo de Estado, también se conjugaron la derrota de la guerra de Malvinas –la cual golpeó en el corazón del poder militar– con una movilización cívica por los derechos humanos no tan frecuente en la región. La historia es larga y ha tenido múltiples bifurcaciones, pero hoy la Argentina es uno de los países donde mayor cantidad de militares están presos y otros aún siendo juzgados.

No se trata de un valor general de la vida. Las muertes por desnutrición o por inseguridad vial aparecen como inevitables. Sin embargo, la propia sociedad ha repuesto la contingencia de las muertes políticas y cada vez se ha vuelto más intolerante hacia ellas. El 19 de diciembre de 2001 el presidente De la Rúa decretó el Estado de Sitio ante los asaltos a supermercados. Hubo una reacción masiva, donde se entremezclaba el rechazo al estado de sitio y a medidas económicas en un contexto de recesión. El 19 por la noche y el 20 durante el día se produjo una represión policial que terminó con varios muertos. Hubo muertos en los propios asaltos a los supermercados, incluso en choques con dueños de los mismos, y hubo muertos de la represión en los alrededores de la Plaza de Mayo. Entre las decenas de muertos de esos días, la tipologización y la contabilidad siempre fue algo problemática. Esa clasificación persistió como inestable en el imaginario colectivo: cuántos de ellos eran muertos políticos.

El 20 de diciembre por la noche, el presidente De la Rúa renunciaba y la Argentina tendría cinco presidentes en las dos semanas posteriores. Finalmente, asumió Eduardo Duhalde en el contexto de mayor movilización social y política que se había experimentado desde 1982- 1983. Fue el auge de las asambleas populares y de los movimientos piqueteros, quienes periódicamente cortaban rutas y puentes. En un proceso cuya responsabilidad política aún no fue esclarecida, la Policía de la Provincia de Buenos Aires asesinó a dos militantes piqueteros el 26 de junio de 2002. Los días posteriores fueron una conmoción y Duhalde, que aún tenía por delante un año y medio de gobierno, debió convocar a elecciones y entregar el poder once meses después. “Acortó su mandato para alargar su poder” describió con certeza un líder de la oposición.

Néstor Kirchner asumió leyendo adecuadamente la situación: ningún gobierno resistiría un muerto político. Ordenó que la policía fuera desarmada a las protestas sociales. Fue duramente criticado por no poner “orden”. Pero Kirchner sabía que la legitimidad de la represión política estaba pulverizada por la experiencia reciente y su relación con los derechos humanos. El próximo muerto político célebre provino de la policía de Neuquén en 2007. Fueron muchos años. La víctima fue un maestro que participaba de una huelga y la protesta. Fue clara la responsabilidad de una policía provincial dependiente de un gobierno opositor al oficialismo nacional. Al igual que con el caso de Kostecki y Santillán, los autores materiales fueron juzgados y condenados. En este último caso, hubo huelga general de la central obrera minoritaria y paro nacional por una hora de la central mayoritaria (la CGT). Un muerto político en una provincia alejada generaba una protesta formal y masiva de todos los trabajadores. No sucede así en todos los países. Era un maestro, lo cual condensa varias implicancias en la Argentina. La legitimidad de la represión y de la muerte varía según la región del país y el tipo de persona que sea víctima de la acción estatal. Jorge Julio López es un nuevo desparecido de la democracia, después de haber declarado en un juicio contra represores. Es recordado hasta hoy, de modo activo. Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero y estudiante universitario, apoyaba a trabajadores despedidos del ferrocarril y luchaba contra la precarización laboral. En medio de una protesta exigiendo el ingreso en blanco de los trabajadores tercerizados, patotas enviadas por dirigentes de un sindicato lo asesinaron. Se produjo una verdadera conmoción política que no sólo terminó con el secretario general de la Unión Ferroviaria preso (lo cual es inédito), sino que según el hijo de Néstor Kirchner, fue una de las causas del fallecimiento de su padre: “A mi viejo lo mató la muerte de Mariano Ferreyra”. Lo cierto es que Kirchner luchó durante todo su mandato para evitar muertos en manifestaciones y lo cierto es que hubo sólo una semana entre el asesinato de Mariano y su propio fallecimiento.

Un mes después, en noviembre de 2010, la policía de la provincia de Formosa, de un gobernador que pertenece al sustento justicialista del kirchnerismo, desató una represión contra los qom, que desarrollaba una lucha por tierras. Asesinaron a Roberto López, un indígena. Sin embargo, el hecho no tuvo ningún impacto político en la provincia, ni en la nación, ni en la Casa Rosada. El gobernador no perdió votos, la CTA y la CGT no intervinieron (seguramente porque no se trataba de un trabajador en huelga), los funcionarios del gobierno nacional no tuvieron ninguna intervención destacada, los partidos de izquierda que convirtieron a Mariano Ferreyra en una figura conocida con amplia repercusión no tuvieron ninguna actitud análoga con López. De hecho, incluso en los mundos más politizados se habla del muerto “qom”, pero no tiene nombre y apellido. Se abrió un proceso judicial y se imputó a dos oficiales, pero los qom han estado meses en Buenos Aires sin res- puestas oficiales.

Sectores cercanos al gobierno explicaban (no siempre justifican- do) que se actuaba así porque el gobernador era un aliado importante. Sin duda, es un aliado más importante y constante que Pedraza, el dirigente sindical que está preso. Pero también es gobernador de una provincia bastante pequeña y bastante remota. La hipótesis la muerte con sangre entra es que si la policía formoseña hubiese asesinado a un artista porteño que apoyaba la movilización de los qom, una crisis de enormes proporciones se hubiese abierto en los días posteriores. Pero solamente asesinaron un qom, sin nombre y sin apellido.

Esa hipótesis parece verificarse cuando otra policía provincial, de otra provincia remota, Jujuy, asesinó a tres personas, que integraban las quinientas familias que ocupaban terrenos del Ingenio Ledesma para que la familia Blaquier les cediera quince de las 130 mil hectáreas que posee. Además, también hubo un policía asesinado de un balazo. Estas muertes fueron en julio de 2011 y ya marcan algo profundo. Los muertos políticos de Jujuy y de Formosa no tienen el impacto ni la relevancia de los muertos en Buenos Aires. Y los muertos del Parque Indoamericano, ubicado en la Capital Federal, se asemejan a estos otros: la sangre se impone a la geografía.

Si la clasificación hegemónica de las personas y los grupos es bastante clara en su jerarquización racial y territorial en Argentina, por qué no habría de serlo en la jerarquización de la vida y de la muerte. A través de esas desigualdades, puede ser que la muerte política vuelva a ser habitual en la Argentina, más allá de la comparación con otros países.

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